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El templo

  • José Martí
  • hace 4 días
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: hace 2 días

A nadie nos gusta ver camiones vendiendo hamburguesas en el césped de nuestra segunda casa. Pero es lo que hay.



Hace años que sentimos el Ciutat como nuestra segunda casa.

Hemos ido primero con padres, luego con hermanos, amigos, novia, esposa, hijos, cuñados, nuera, sobrinos....

Hemos acudido por afición, por amor, incluso por trabajo.

En el estadio hemos llorado y reído.

Hemos comido, bebido, besado, cantado, gritado, bailado… Hemos cambiado pañales. Nos hemos calado de arriba a abajo. Incluso nos hemos cambiado de ropa.

Hemos bautizado un hijo.

Hemos sido absolutamente felices y hemos sentido verdadero pánico.

Hemos disfrutado y hemos sufrido.

Nos hemos enamorado. Hemos rezado.

Hemos hecho crónicas, entrevistas, incluso hemos jugado algún partido de periodistas y amigos en el césped.

Hemos estado en el palco, en el vestuario y en la sala de prensa.

Hemos hecho de todo menos dormir, conocer el Raconet de Raimon y morirnos. De momento. Aún hay tiempo. Sobre todo para morirnos.  


Lo pisamos la primera vez en la temporada 78-79, en Segunda B. La del ascenso de Naya. No recordamos el rival, pero sí que abríamos mucho los ojos para empaparnos de todo y sentir la emoción, pese a lo desangelado de las gradas. Para un niño futbolero la emoción es un asunto clave. El fútbol te atrapa o te deja de atrapar con esa experiencia vital en el campo. Uno suele entrar de la mano de su padre y, décadas después, repetir de la mano de sus hijos, quién sabe si en un futuro de los nietos.


De niño uno suele sentir una extraña mezcla de fascinación y miedo. Pero no es un miedo de terror, sino algo adictivo. De recelo ante lo novedoso, ante lo grandioso e incontrolable. Es un miedo que te hace querer volver muchas veces hasta comprenderlo todo. Como escribía Enrique Ballester, “entender los gritos y los aullidos, los cánticos y las palmas y los goles y su estruendoso estallido. Un rito iniciático a la vida adulta. Una pasión que te atrapa y te domina”.


"Con el paso del tiempo ha ido mejorando hasta convertirse en un estadio espectacular, cómodo, moderno, del que sentirse orgulloso. Salvo por fuera… que continúa igual de feo"

El Ciutat siempre nos pareció un estadio feo, invadido de cemento cegador y las tres torres verticales con sus cuadrados de focos, buscando el cielo. Pero no nos importaba, porque era nuestro campo. Con el paso del tiempo ha ido remodelando su fisonomía hasta convertirse en un estadio espectacular, cómodo, moderno, del que sentirse orgulloso. Salvo por fuera… que continúa igual de feo. Pero no lo cambiamos por ninguno. Aunque, eso sí, añoramos en lo alto de la grada el ondear de las banderas de la clasificación liguera con el escudo de cada equipo.   


Por eso entenderán que nos duela verlo convertido estos días en un sitio donde Miguel, José Miguel Conejo, o Kimi y Manolo se desparraman con sus conciertos. Entendemos que es una fuente de ingresos. Sí. Un mal menor. También. Pero eso no quita que nos duela verlo destinado a cuestiones ajenas a su finalidad deportiva. Algo así como lo que debieron sentir los católicos toledanos al ver aquel videoclip de la canción “Ateo” con C. Tangana y Nathy Peluso perreando en el interior de su Catedral. Profanan nuestro templo. Llámennos antiguos, pero no nos gusta ver camiones vendiendo hamburguesas en el césped. Ah, tampoco que lo arranquemos y destrocemos nuestra casa en las celebraciones.  


A veces buscamos por ahí un sello de autenticidad balompédica, en campos lejanos, cuando lo tenemos en nuestra propia casa. Ahí está lo natural y legítimo. Lo que nos define. Lo nuestro. Lo que explica lo que somos. O no.       

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